Hay un ángulo del pasado que el especialista, por mala costumbre, soslaya o desprecia: la historia de los afectos. Para el historiador profesional el devenir de las ideas o la oscilación de los precios ocurridos en un periodo de tiempo muerto, son infinitamente más provocativos que el de los amores perdidos ¿Pero quién no ha tenido uno? Por lo que veo a través de una brizna de cartas sobrevivientes, recobradas en minuciosa búsqueda por Roberto Arancibia, O’Higgins, el hijo del virrey, tuvo el suyo; y uno no precisamente perecedero.
La historia ocurre en Richmond, a cortas millas de Londres. Los escenarios son el selecto colegio católico para “jóvenes caballeros” regentado por don Timothy Eeles; alguna estancia pre-victoriana iluminada por la llama amiga de un quinqué y ciertos paseos del pequeño Richmond que no existen más.
El tiempo: los pocos años que van de 1795 a 1798.
Los personajes, un imberbe Bernardo Riquelme, estudiante interno en el establecimiento de Eeles, y Charlotte, hija de este, doncella dos años más joven que su pretendiente americano.
Qué se dijeron y cómo se amaron queda relegado a la imaginación. Pero solo eran dos adolescentes mutuamente impresionados. Un roce de manos, ciertas esquelas mandadas y recibidas furtivamente, el consuelo de la conversación, y poco más, han debido intervenir en ese idilio estrechamente vigilado por los padres de aquella muchacha de pupilas azul marino y unos dieciséis años.
Al final, Bernardo Riquelme, el hijo del virrey, aguijoneado por su afán revolucionario, la morriña de la patria y los asuntos familiares, se aleja de Londres, pasa accidentadamente por Lisboa y Cádiz y retorna a Sudamérica. Nunca volverá a ver la bruma inglesa y a la sensitiva Charlotte Eeles.
Pasarán veinte años y pico antes que el vencedor de Chacabuco intente recoger los pasos. Defenestrado del poder y forzado al exilio -es 1823- vuelve a evocar, con indeliberada insistencia, a Charlotte. Seguramente porque, antes de decidirse por el Perú, ha pensado radicarse en el Viejo Continente y reverdece en el llagado corazón del desterrado la recordación del rostro, nunca olvidado, de Carlota, la lejana.
Le requiere a su amigo, el coronel John Thomond O’Brien, de misión en Londres, un acercamiento a los Eeles; aproximación que en el fondo es un tanteo del terreno. El coronel cumple la encomienda y le participa, en abril de 1823, con sosegado tacto, las conclusiones de su averiguación.
Son revelaciones que el oficial irlandés no querría hacerle. Timothy Eeles, le confirma, ha fallecido en Madeira y “Miss Charlotta Eells también murió muy luego después que usted se fue del país; nunca se casó y su madre dice que su última petición fue que usted la recordara”. Ahora yacía sepultada en la colina de Richmond.
Aprovecha O’Brien de remitirle una conceptuosa carta personal de la viuda de Timothy y madre de Carlotta, en la que se extendían mucho más las malas nuevas. Tras la muerte de su esposo, el antiguo director de la academia católica de Richmond, sobrevino la de la joven. “Esta crisis, le dice a Bernardo, fue seguida con la muerte de mi más querida hija, Charlotte, quien no pudo nunca soportar el rudo golpe; el fallecimiento de su señor padre, agotó su cerebro, y se le declaró en consecuencia una fiebre nerviosa”.
Luego, casi a título de consolación, esto: “Ella rechazó todo ofrecimiento de matrimonio y retuvo hasta el último, un gran cariño hacia Ud.”. Sí, verdaderamente, Charlotte Eeles había amado a ese joven vehemente que se le sumergió, anegado de ideales, en las profundidades impensables de la América del Sur. Fue, hasta la noche última, la novia incesante de una aparición entregada a derribar imperios y redimir naciones allá, en los arrabales de la tierra.
El circunspecto O’Brien le mandó al exdirector supremo, a través de navío (el Sesostros), encajado en una pequeña caja, el retrato pintado de Carlotta, “su enamorada”, imagen asegura “que Ud. recordará cuando lo vea”.
O’Higgins sustituye, al fin, la idea de refugiarse en el Viejo Continente por la de permanecer indefinidamente anclado en el Perú independiente, donde se le quiere bien.
Richmond y la reminiscencia de su campiña se le vuelven cada vez más rutinarios. En ella, ayudado por la estampa pintada que le trajo el Sesostros, habrá visto a miss Carlota Eeles viva y en la plenitud de la edad.
El retrato, como otras cosas, se ha perdido. Probablemente para cumplir esa sentencia que Rolando Cárdenas susurrara en un poema, igualmente perdido, del cual no recuerdo el nombre y sí la última línea. Al final, hagamos lo que hagamos, nunca vuelven a nosotros las cosas que más se amaron.
Eduardo Téllez Lúgaro
Académico e investigador
Universidad Bernardo O’Higgins