En la actualidad, la humanidad padece una de las pandemias más terribles de los últimos siglos, cuyo impacto se agudiza si se considera que esta se desarrolla en un contexto de globalización, interconexión y relaciones humanas dinámicas, que han permitido una movilidad internacional que no tenía precedente alguno en ninguna etapa de la historia mundial. Esta situación parece implicar una paradoja, ya que el fenómeno globalizador –en los últimos veinticinco años– había acelerado sustantivamente la conexión física y virtual, rápida y vertiginosa de la población, permitiendo derribar las barreras de incomunicación relativa que históricamente habían sido el tenor para caracterizar los distintos tipos de comercio y desplazamientos de las sociedades, a causa de distintas variables (migraciones forzosas, diásporas, formas de trabajo deslocalizadas, transnacionalización de la economía, turismo, entre otras). Es esta forma de relación global, sin barreras, la que ha favorecido indudablemente a la rapidez extrema con que se ha propagado el Covid-19, como si la interconexión global fuese el principal aliado de la pandemia. Esta situación ha generado políticas de aislamiento, cierre de fronteras, segregación de poblaciones y controles biopolíticos severos, también sin precedentes a escala mundial en razón de su logística y que casi nos devuelven a una etapa pre-moderna. Sería impensable para las sociedades del pasado observar y asumir que en casi cuatro meses el virus ha llegado a casi todos los rincones del globo, cuando en el pasado –y a lo largo de las distintas crisis sanitarias– un virus de esta magnitud e incidencia podría haberse tardado varios meses e incluso años en llegar de un continente a otro. Este fue el caso, por ejemplo, de la Peste Negra que demoró casi cuatro años en desplazarse desde el Asia Central a los puertos italianos instalados en el Mediterráneo, a través de la llamada Ruta de la Seda, o la lenta –pero progresiva– llegada de la viruela al continente americano que a partir de 1492 y hasta 1550 mató a casi el noventa por ciento de la población indígena, que al igual que hoy, no presentaba inmunidad frente a un virus desconocido. Claramente, las pandemias no son nuevas, lo que es nuevo es la velocidad de su expansión, también sin precedente histórico.
Por otra parte, no obstante, las experiencias y las subjetividades de miedo y dolor ante la pandemia no son nuevas, tampoco son nuevas las formas de resistir y las estrategias oficiales y cotidianas de prevención y superación de las crisis. Ello encubre un halo esperanzador en virtud de que la humanidad tiene largos precedentes de superación y contención, a pesar de que aquello haya costado años de sufrimiento, fortaleciendo históricamente distintos modos de resiliencia y readaptación. La historiografía de occidente ha documentado largamente estas experiencias y estas subjetividades que desde el siglo V de nuestra era, en distintos espacios territoriales, han marcado a generaciones enteras plasmando en documentos, cartas, informes, tratados, testamentos, etc., todas las experiencias de dolor y las sensibilidades más profundas frente a la muerte. Baste recordar las incidencias de la Peste Negra en la Europa bajo medieval, que entre 1347 y 1351 no solo mató a 200 millones personas, sino que creó y fortaleció un imaginario laico y religioso en que la muerte y sus múltiples representaciones icónicas (cuadros, imágenes, grabados, salteríos) y discursivas fue la invitada central, configurando reacciones apocalípticas en todos sus receptores. Solo hay que ver los cuadros del Bosco al respecto, en donde la muerte recorre a sus anchas los campos y ciudades del sur de Europa, frente a una sociedad literalmente aterrorizada y agónica. Esta calamidad continental conllevó un proceso de recuperación demográfica que tardó casi doscientos años. Incluso en algunas ciudades italianas la recomposición poblacional culminó en el siglo XIX. Qué decir de los distintos brotes de Peste Bubónica que a partir del 1600 diezmaron a casi tres millones de almas, siendo Inglaterra las más impactada. También los efectos catastróficos de la llegada de la viruela al continente americano, que ya en 1520 arrojaba cifras estratosféricas de mortandad entre los indígenas de México y el Perú; principalmente, considerada la segunda mayor pandemia de la historia después de la Peste Negra. Como registro visual de estas tragedias contamos con un sinfín de pinturas y retablos que muestran cruentamente los efectos físicos de estas pandemias como registros de dolor.
Más tarde, en el siglo XIX, el cólera fue responsable de seis pandemias que asolaron distintos puntos del continente asiático. La lista es larga luego de este siglo, entre ellas, la Fiebre Amarilla, la Gripe Española (1918-1919), Gripe Asiática (1957-1958), y más recientemente la Fiebre Porcina (2009-2010), responsable de doscientas mil muertes.
Es esta experiencia histórica de miedo, dolor y calamidad la que otorga al ser humano un habitus obligado que conlleva herramientas para sobreponerse, incorporando aquellas atávicas formas de resiliencia amparadas en la memoria colectiva, que de cierta manera nos dicen, como eco residual, que esto va a pasar.
Germán Morong Reyes
Centro de Estudios Históricos
Universidad Bernardo O’Higgins