Desde 1993, cada 3 de mayo se celebra el Día Mundial de la Libertad de Prensa, instancia en que se honra y reflexiona en torno a uno de los más destacables inventos de la humanidad. En atención a la reconocida triada de propósitos que tradicionalmente se le reconoce, informar, entretener y formar, valga destacar una de las formas en que este último fin se manifiesta: el debate.
Las querellas y debates de la prensa no son patrimonio de nuestro presente, ni las que se desarrollan al interior de un mismo medio (la sección de cartas al director constituye su escenario por excelencia y puede animar a sus lectores durante semanas), ni aquellas observadas entre medios diversos (ciertamente existe una clase de juego limpio, pero vaya si no es rentable una buena disputa).
En los inicios de la actividad periodística chilena, durante los albores de la independencia, y como consecuencia de lo que siempre ha ocurrido (y seguirá pasando) en nuestro país, un terremoto acaecido en la zona central el 19 de noviembre de 1822, dio pie para que, a través de los medios, y utilizando al sismo como excusa, se vigorizara un necesario debate en torno a la posición de la religión y de la filosofía y la ciencia en el seno de la naciente sociedad republicana chilena. Sus protagonistas fueron Camilo Henríquez (padre de la prensa criolla), el fraile dominico Tadeo Silva, y el abogado Bernardo de Vera y Pintado, una triada de patriotas.
Transcurridas casi dos semanas del terremoto, el 2 de diciembre, el periódico El Mercurio de Chile (no hay relación con el actual), fundado por Henríquez en enero de ese año y que duraría hasta abril del siguiente, informaba que: “A las 10 horas y 54 minutos de la noche se sintió un temblor espantoso que duró dos minutos y medio. En la capital no causó daño alguno digno de consideración, pero fuera de ella los estragos y pérdidas fueron lamentables. Valparaíso, Quillota, La Ligua, Casablanca fueron enteramente arruinadas. Han caído las casas y cercas de un gran número de haciendas y chácaras. Parece que el número de muertos no pasará de doscientos. Aún no sabemos a cuántos millones montarán las pérdidas, y no conocemos aún la extensión de los males y ruinas”.
Más adelante y sabedores de que una parte de la población se reunía en las calles y casas con el fin de pedir perdón a Dios por sus faltas, las cuales asociaban a un castigo, el terremoto, ironizaban con estas palabras: “El terror, que se apodera de la imaginación despóticamente, lleva al exceso a los débiles y a los ignorantes. La sabiduría de los señores Obispos de América, y la cultura de las ciencias con los progresos de la civilización, habían desterrado, ha años, el espectáculo horrible y antievangélico de los llamados penitentes, y algunas prácticas de la edad media, muy desacreditadas por los mejores médicos, y que por otra parte no favorece mucho a la decencia pública” (El Mercurio de Chile 16, 2 de diciembre de 1822).
Con el propósito de reforzar su planteamiento, El Mercurio dijo citar palabras proferidas por el religioso Tadeo Silva, en relación con el papel de la religión y de Dios en los asuntos terrenos: “¿Qué terror es este, ciudadanos, que aún tiene sobrecogidos nuestros corazones? ¿Será tan firme el triunfo del miedo contra la razón, que levantando su imperio sobre el abatimiento de vuestro espíritu, el solio del pavor ocupa todos los senos del alma sin dejar un lugar a la reflexión ni otro sentimiento al pecho que la amargura que os oprime?”. Más adelante, Silva habría manifestado que la religión “no es […] el azote de un Dios terrible”, y en un afán por atribuir las causas del terremoto a fuerzas físicas y no a la acción castigadora de la divinidad, planteaba que: “La fermentación de los combustibles que abrasan lo interior de la tierra, el aire encerrado en ella, dilatado por sus incendios, y que hace considerables esfuerzos por ensancharse y huir –el agua reducida a vapores y que eleva con prodigiosa fuerza cuanto se opone a su expansión; he aquí los agentes que originan el terremoto, y no el propósito de un Dios que tenga el placer de haber fijado cierto número de años para levantarse de mal humor como los hombres ideáticos, y complacerse en ver por un momento desgarrar sus carnes a los que no fueron despedazados por el terremoto. Sean pues las inflamaciones de las materias combustibles, o sea el fuego eléctrico la causa de los terremotos […]”.
Así las cosas, en la pacata sociedad santiaguina de la época, algo parecía no cuadrar. Las palabras atribuidas a Silva no convencían a los (escasos) lectores y (más abundantes) comentaristas por medio del boca a boca. No hace falta suponer que el fraile dominico se enteró rápidamente de lo que se suponía había dicho y que no demoraría en reaccionar.
A inicios del año 1823 circuló por la ciudad un pasquín titulado Aviso que da al pueblo de Chile un filósofo rancio, en el cual Silva desmentía ser el autor de las palabras que El Mercurio le atribuyera en su edición del 2 de diciembre del año anterior. Además, planteaba que: “Es verdad que muchas veces deja Dios en libertad por su voluntad permisiva a esas causas naturales, para que según las leyes de acción y reacción produzcan los espantosos fenómenos de terremotos, pestes, de sequedades, y de muertes repentinas; pero entonces la misma voluntad de no impedir los perniciosos efectos de estas causas es una voluntad de castigar con estas permisiones tan funestas a la miserable humanidad”.
Junto a lo anterior, también cuestionaba la capacidad de la filosofía en orden a explicar la voluntad divina, y la acusaba de brindar una falsa sensación de consuelo a las aflicciones propias de la vida: “¿Y por qué motivo hace o permite el Omnipotente estos estragos horrorosos? No consultemos esto a los filósofos, porque ellos en esta materia nada saben; la razón no puede descubrirles los designios que se prefija la Divina Providencia en sus ideas sempiternas”. Luego, remataba su texto precaviendo a la ciudadanía, diciendo: “No os dejéis seducir de los filósofos del tiempo; atended más bien a un filósofo rancio que os habla con la Santa Escritura y con los testimonios de los Santos Padres de la Iglesia; y si algunos vienen a predicarnos que vuestros pecados no os traerán pestes, guerras, ni temblores, sabed que son falsos profetas que prometiéndoos felicidades, os engañan; y extravían las sendas de la verdad”.
A esas alturas, por toda la ciudad, circulaba el rumor de que el autor del texto atribuido a Silva era Vera y Pintado, quien lo confirmó por medio de la publicación de un pasquín titulado Palinodia del consolador en satisfacción del filósofo rancio. En éste nos hacía saber que: “En efecto, yo lo he rezado cotejando los artículos de la fe con cada una de las proposiciones de mis pobres discursos de los números 16 y 17 de Mercurio; y a manera de aquellos enfermos que aunque los desahucien no quieren creer que se mueren y al fin salen viviendo, tengo la ceguedad de no ver cláusula alguna que deba acarrearme la indignación general, que tampoco nadie me ha hecho conocer desde el punto que se ha sabido que era yo el autor, a no ser que las respetables personas que me tratan diariamente sean como el Filósofo Rancio”.
Parecía que, transcurrido una parte importante del caluroso verano de 1823, la disputa ideológica ventilada por la prensa y que copaba (y a la vez creaba el espacio público chileno), había cesado. Pero la verdad es que no era así. En su edición del 13 de marzo, Henríquez insertaba un texto en El Mercurio de Chile, el cual es recordado como “Los Apóstoles de la Razón”. En éste defendía el papel jugado por los pensadores del movimiento ilustrado, en tanto se los consideraba los salvadores del despotismo, la intolerancia y el fanatismo religioso: “Voltaire, Rousseau, Montesquieu, son los apóstoles de la razón. Ellos son los que han roto los brazos al despotismo; los que han elevado barreras indestructibles contra el poder invasor; los que, rasgando esas cartas dictadas a la debilidad por la fuerza entre los horrores de las armas, han borrado los nombres de señor y esclavo; los que han restituido a la tiara su mal perdida humildad; y los que han lanzado al averno la intolerancia y el fanatismo. Sus escritos, en que resplandece la verdad entre todas las flores de la elocuencia, se acogen, se devoran con un ardor inexplicable”.
Evidentemente, Silva no demoró en responder, mediante la publicación de un opúsculo titulado Los Apóstoles del Diablo. En éste se preguntaba el por qué un religioso como Henríquez situaba a estos pensadores en el sitial de los apóstoles, además de consultar si: “¿Ignora este religioso que no hay obra de Voltaire, de Rousseau y Montesquieu que no combatan directa o indirectamente al cristianismo? ¿No sabe que el primero de sus elogiados Apóstoles vierte en todas sus producciones un negro veneno de blasfemias contra Dios, y contra lo más sagrado que hay en el cielo y en la tierra? ¿Se le oculta acaso que la Santa Madre Iglesia ha prohibido la lección de estos apóstoles del Diablo para que su contagio pernicioso no infeccione a los incautos e ignorantes?
El episodio final de esta polémica decimonónica fue protagonizado por el mismo Henríquez, quien a través de un medio de cortísima vida llamado El Nuevo Corresponsal, defendió su posición diciendo que las “hogueras inquisitoriales están extinguidas por el progreso de las luces, y por los esfuerzos magnánimos de los grandes hombres que intentáis desacreditar tan tarde, pues su renombre llena el universo”. Luego de ello, celebraba la posición de la tolerancia y la libertad de pensamiento al interior de las sociedades modernas, gracias a lo cual habían aparecido “los Lockes y los Kants, los Bacones, Bodines, Grocios y Pufendores, los Copérnicos, Keplers, Leibnicios y Newtones, los Schillings y Brownes, que tanto han ilustrado ya la filosofía, ya las matemáticas, ya la física, ya las ciencias morales y políticas”.
El episodio narrado in extenso, por medio de las referencias literales, se dio dentro del proceso de independencia, momento en el cual Chile experimentaba diversas formas de organizarse política, social, cultural y mentalmente, después de haber emprendido el camino hacia la soberanía nacional. Valga mencionar que entre 1823 y 1830, en el país, se produjeron unos ciento diez y ocho medios de prensa, según informa el historiador Gonzalo Piwonka en su libro Orígenes de la Libertad de Prensa en Chile: 1823-1830. En 1831 un periódico recordaba esta situación diciendo que por ese entonces “la República estaba cubierta de diarios; un diluvio de folletos, libelos y periódicos [inundaba] todas las poblaciones” (Bandera Tricolor 21, 9 de septiembre de 1831).
En tiempos como los actuales, en los que la prensa se encuentra viviendo días de transición, desde el papel a los soportes digitales, desde el profesional del periodismo al periodista ciudadano, desde el cable y el corresponsal a la inmediatez de las redes sociales, y desde el respecto social hacia su labor a la desafección total y absoluta de su trabajo, la historia nos aporta algunas luces tendientes a iluminar el camino presente y futuro de nuestros destinos, invitándonos a no olvidar de dónde venimos.
Francisco José Ocaranza Bosio
Centro de Investigación Institucional
Universidad Bernardo O’Higgins