El poder de los libros 2020-1810: En los inicios de la República de Chile

Categoría: Opinión

No cabe duda de que el mundo cambió, sin vuelta atrás, hace unos 5.000 años, con la aparición de la escritura. Sin importar si ésta se despliega sobre tablillas de arcilla como en Mesopotamia, papiros en Egipto, caparazones de tortuga en China, placas de cobre en la India, o si se dispone en forma de rollos como en la antigua Grecia, si son encuadernados y copiados a mano como en la Edad Media, o bien impresos gracias a los tipos móviles a partir del siglo XV y, hoy en día, palabras ordenadas sobre un dispositivo electrónico, esos monumentos que conocemos como libros han permitido la construcción de múltiples universos, tantos como lectores existan.

En la construcción de la República temprana, a inicios del siglo XIX, los libros jugaron un papel gravitante, en la consecución de la independencia, apropiación de ideas políticas y económicas, creación y adaptación de instituciones, y formación de un espacio cultural nacional. Todo ello, a pesar de las múltiples limitaciones que, durante la colonia, existen para su obtención y circulación, en especial en relación con aquellos que versan sobre materias consideradas peligrosas, nocivas y prohibidas. En la Recopilación de Leyes de Indias (Libro I, Título XXIV) se dispone que “no consientan en las Indias libros profanos y fabulosos. Porque de llevarse a las Indias libros de romance, que traten de materias profanas y fabulosas e historias fingidas se siguen muchos inconvenientes”, además de establecer que “Prelados, Audiencias y Oficiales Reales reconozcan y recojan los libros prohibidos, conforme a los expurgatorios de la Santa Inquisición”. De acuerdo con el testimonio del tipógrafo norteamericano Samuel Johnston, residente en Chile durante los primeros años del siglo XIX, se encontraba “prohibida la introducción de libros […] de cualquier clase que fueren, menos los que eran religiosos, y sólo se podía importar cierta cantidad de papel”.

¿Qué ocurre con las bibliotecas a fines de la colonia? La de los jesuitas contaba con 20.000 volúmenes, repartidos en sus distintas casas a lo largo del país. Así se detalla en los inventarios confeccionados por Tomás Thayer Ojeda a inicios del siglo XX. Mientras tanto, en el mundo laico son generalmente los abogados quienes poseen las más importantes colecciones. Para fines del siglo XVIII tenemos conocimiento de algunas de estas bibliotecas. La de José Valeriano de Ahumada con 1.499 volúmenes (en 1767), la de Santiago de Tordesillas con 330 (1776) y la de José Sánchez Villasana con 794 (1790).

Además de éstas se tiene memoria de las bibliotecas de Manuel de Salas, José Antonio de Rojas y Mariano Egaña, excepciones dignas de ser tomadas en cuenta.

El primero residió en España entre 1777 y 1784, período en el que adquirió una importante cantidad de obras, las que más tarde hemos conocido a través del Inventario Solemne realizado sobre sus bienes. Durante este periplo entra en contacto con el pensamiento de los ilustrados, además de observar los avances efectuados a la luz del reformismo, llamándole la atención principalmente los cambios realizados en los planos educacionales y científicos, pero manteniendo una cierta distancia con el radicalismo político. Nos atrevemos a decir que las más importante de la mismas era La Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, en veintiocho volúmenes, tal como se sabe a través del juicio que la Inquisición le realizó. Eso además de otras tantas de Platón, Séneca, Cicerón, Macrobio Pufendorf, Mariana, Mirabeau, Campomanes, Racine, Suárez, Lesio, Feijoo y Newton.

José Antonio de Rojas también pasó una temporada en España, entre los años 1772 y 1777. Se cuenta con un catálogo de sus tesoros bibliográficos, entre las que destacan La Nueva Eloísa de Rousseau, el Teatro Crítico, las Cartas Eruditas, y la Apología e Índice de Feijoo, el Derecho de Gentes de Pufendorf, las Obras de Bossuet, las Poesías del Filósofo de Sans Souci, seudónimo de Federico II de Prusia, la Lógica del Pensar de Condillac, el Amigo del Hombre de Mirabeau, las Aventuras de Telémaco de Fenelon, entre otras. Respecto de la colección, su dueño confidencia para la posteridad que: “me han costado mucho dinero, y el incesante trabajo de más de tres años, en que efectuando exquisitas diligencias, prodigando el dinero en las principales cortes de Europa. Hasta de San Petersburgo he hecho venir libros que no se encuentran en otras partes”.

A su vez, Mariano Egaña, poseía una de las más importantes bibliotecas privadas del continente, compuesta por unos 10.000 volúmenes. Sabemos que una gran cantidad de obras fueron traídas al país por él mismo tras su paso como diplomático por Inglaterra y Francia, y otras tantas heredadas de su padre, Juan. En 1846 el Estado chileno compra y agrega a la Biblioteca Nacional, la colección del difunto Mariano, exceptuándose algunas obras que conserva su única heredera Margarita Egaña. El catálogo confeccionado dio cuenta de la suma exacta de 8.806 ejemplares, entre los que destacan autores como Grotius, Montesquieu, Pufendorf, Campomanes, Mirabeau, Bossuet, Comte, Constant, Jovellanos, Locke, Martínez Marina, Paine, Pradt, Raynal, Therry, Condillac, Condorcet, Hobbes, D’Holbach, Portalis, Burke, Volney, Rousseau, Voltaire, y Blanco White.

Uno de los adalides de la filosofía ilustrada es Rousseau. Irónicamente, y a pesar de las trabas impuestas al comercio del libro, sus textos de encuentran entre los más presentes en el Chile tardo colonial. Hacia 1810 circulan alrededor de 400 ejemplares de El Contrato Social, en una versión del argentino Mariano Moreno. Uno de ellos le pertenece a Camilo Henríquez, quien en esta lógica fuera procesado por la Inquisición. Para esa época un pequeño volumen en octavo y usado de este libro tenía un valor de 4 pesos, según informa el memorialista José Zapiola. El comerciante español Andrés José García, en una carta escrita en Lima el 26 de abril de 1814, da cuenta que, en su rol de revisor de libros del Santo Oficio de Santiago de Chile, ordenó quemar unos cajones de esta obra: “Hicieron traer de Buenos Aires dos cajoncitos del Pacto Social de J.J. Rousseau y que habían traducido e impreso en aquella ciudad, a su llegada me los denunciaron y logré de una vez recoger y quemar ciento treinta y tantos ejemplares”.

 Para la época, el comercio de libros constituye una actividad casi inexistente. Según informa Isabel Cruz, hacia fines del siglo XVIII se dedican al rubro Francisco Javier Rosales y Manuel Riesco, mientras que durante los primeros años de la independencia lo hacen Manuel Huici, José Mulet y Joaquín Salas, de acuerdo con el historiador Julio Heise.

Para el fomento de la cultura y presencia del libro en el país es que se funda en 1813 la Biblioteca Nacional, la que comienza a funcionar normalmente en 1820 tras el fin de la reconquista española. En 1823 se instala la biblioteca en el antiguo edificio de la Aduana de Santiago, abriéndose al público el 19 de agosto del mismo año, en conmemoración de los diez años de su fundación. La idea de implementar una biblioteca pública representa una de las medidas más propias del espíritu dieciochesco, que inspira el corazón de los chilenos.

Los primeros libros que conformaron el catálogo de la biblioteca corresponden a la colección perteneciente a la Universidad de San Felipe, la que en su mayoría proviene de la antigua biblioteca de los jesuitas. Además, se nutre gracias con la donación realizada por privados, entre los que destacan Juan Egaña, Mateo Arnoldo Hoevel, José Gregorio Argomedo, Juan González, Feliciano Letelier, Martín José Munita, Eusebio José de Noya, Fray Manuel Vicente Grade, Fray Blas Valencia, Francisco Silva, Manuel Grajales, y Javier Molina. Para principios de 1820, la cantidad de ejemplares asciende a poco más de 8.000, según se informa en la Gaceta Ministerial de 22 de julio de ese año.

Aunque esta iniciativa representa un importante esfuerzo en la propagación de la cultura y las ciencias, en un primer momento no pasa de ser una simple declaración de intenciones (lo que ya es positivo). Para su real y efectivo funcionamiento se adolece de los elementos más importantes para el correcto desarrollo de una iniciativa de tal magnitud: libros y lectores. Así, mientras no se masifica la impresión e importación de obras, ni aumenta de manera sustancial el número de lectores, este sueño ilustrado no pasa de ser tan sólo un montón de paredes acogiendo anaqueles y papel entintado. Tal como lo plantea Diego Barros Arana: “[la biblioteca] sólo había podido abrirse a determinadas horas del día, era, casi inútil para ese objeto, desde que sólo estaba compuesta de libros vetustos, en su mayor parte de teología y jurisprudencia, y ordinariamente escritos en latín”.

Hacia 1824 el periódico El Liberal (de 17 de agosto) celebra la cantidad de obras que circulan por todo el país, diciendo que “por todas partes corren los escritos luminosos de los políticos de Europa. Un siglo de la historia de aquella parte del mundo, es un año para la América”. Es probable que, en tal momento, las ganas de crear una realidad por medio del entusiasmo le hayan ganado a la razón, pero es válido en el contexto de afianzamiento de la vida independiente, en materia política y cultural.

Contrariamente deben tenerse en cuenta las palabras del cronista y viajero William Ruschemberg, proferidas a inicios de la década de 1830, quien confidencia: “En casi todas las tiendas podían verse unos cuantos libros sobre sus estantes, que por lo general eran traducciones del francés o de obras eclesiásticas. No había una sola librería en toda la ciudad; la colección más grande de libros en venta se encontraba en medio de la cuchillería y ferretería de un almacén. No se podía conseguir el Don Quijote en Santiago, a pesar de que era muy popular”.

Durante los últimos 200 nuestros antepasados han sabido del valor cultural de los libros. Sus esfuerzos en torno a su creación, producción, difusión e intercambio, a través de la creación de editoriales, imprentas, bibliotecas, librerías, normativa ad hoc, y, hoy por hoy, repositorios digitales, dan cuenta de ello. Lo mismo de la importancia de contar con éstos en orden a la creación de lo que podríamos llamar una situación de cultura. En un nuevo día internacional del libro, enmarcado en un contexto de particular vulnerabilidad para el comercio del libro (al menos en su formato y lógica tradicional), y cuando la evolución de la tecnología nos invita (o fuerza) a enfrentarnos de una nueva manera al texto escrito, celebramos el poder creador del libro, fiel acompañante de las andanzas del ser humano. Esperemos (los contemporáneos) por nuestro propio bien, seguir manteniéndonos a altura.

Francisco José Ocaranza Bosio

Centro de Investigación Institucional

Universidad Bernardo O’Higgins

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