Eduardo Téllez Lúgaro
El relato del Génesis chileno anida en el habla y no en la escritura. El reverendo padre Diego de Rosales recogió entre los mapuche del sur lo que puede estimarse su versión principal –hay otras variantes en la narración- y llevó a la letra una historia cuya raíz originaria, empero, ha sido únicamente la palabra natural. Allí se halla el archivo perdido de los comienzos del Mundo.
La sabiduría, el kimün mapuche, está en regla, según esto, con la voluntad divina. En el primer libro de los libros –la Biblia- la tierra y toda cosa que la habita es producida a partir de la sola palabra de Dios. Un acontecimiento semejante únicamente puede pronunciarse, no escribirse. Por más que los hombres lo trasladen después, a la económica cuartilla de papel.
La tradición oral de la Gente de la Tierra, claro, difiere de la judía; aunque en ella también estamos en presencia de dos humanidades consecutivas. Igualmente, aquí hay una primera y una segunda humanidad (mapuche para el caso). Dos creaciones y dos Chiles.
En la historia referida por el jesuita Rosales en el libro primero de su Historia general del reino de Chile (1674), el renacimiento del país y de la especie se consigue a través del cataclismo, del crecimiento del oleaje marino y del movimiento abrupto de la tierra, dos elementos que están en el fundamento de la identidad chilena. Acaso (seguramente) se ha tratado de un stunami y un terremoto inconmensurables perdidos en el ayer de la aún más inconmensurable memoria humana.
Los protagonistas han sido dos serpientes, Cai-Cai y Treng-Treng Vilú y, desde luego, la naturaleza y el pueblo amerindio, el aborigen en su más estricto significado latino (es decir, el de los orígenes). La vilú (filu, culebra) perversa, hastiada de los habitantes decide, en un día aciago, acabarlos. El método que usa es monótono y a la vez fulminante. Le basta con gritar Cai-Cai, una voz cuyo sentido exacto hemos perdido, y las aguas suben, anegando la ecúmene. Su oponente, amiga insobornable de la gente terrena, no duda en preservarla y redobla la apuesta. Exclama Treng-Treng y la tierra firme se eleva, mientras los naturales suben a una montaña escogida en busca del asilo salvífico. La compasión de Treng-Treng (así quedó finalmente nombrada) por sus hijos es tan honda que quienes son alcanzados por la pleamar no perecen. Se trastocan en lizas, robalos, ballenas, peces-espada o en rocas. Lejos de morir se transforman, si bien ese cambio de naturaleza es, de cierto modo, un morir a su especie. No perecen pero a costa de volverse otros (peor es mascar lauchas, suele decir don Nicanor Parra). Su añoranza de retornar a la dejada condición antropomorfa los acongojará por la eternidad.
Los con mejor fortuna se agolpan en las alturas del monte prodigioso, que su benefactora hace ascender al cielo en tanto la serpiente adversa, al mensaje de Cai-Cai, eleva las aguas airadas. Como la contienda perdura, la montaña protectora se acerca riesgosamente al sol. Los nativos se salvan de morir calcinados ante la proximidad del astro incandescente cubriéndose las cabezas con sus tiestos de greda (algo ha quedado de la vieja civilización material, según se ve). Algunos, o muchos, sin embargo, pierden la cabellera, y tal es el comienzo de la calvicie.
Finalmente, Cai-Cai -así quedó llamada- se resigna. El cataclismo se apacigua y la tragedia cesa pausadamente, si bien para apurar su sosiego hubo de ejecutarse un sacrificio cruento. Desde entonces, en cada provincia autóctona, su comunidad residente tiene asignado un monte Treng-Treng al cual ascenderá una vez que los signos ominosos anuncien el advenimiento de otro Cai-Cai.
No está claro cuántos sobrevivieron a la catástrofe originaria. En una variante son cuatro personas, dos varones y dos féminas; literalmente una familia conformada por Kuse (mujer mayor), Fücha (el adulto senecto) Üllcha (moza) y Weche (mozo), que no necesariamente representan individuos sino generaciones. Otras tradiciones orales, por el contrario, reducen el contingente a una pareja primordial. A la postre, con todo, el género humano se restituye a partir de este núcleo antropológico (re)fundacional, los lituche, la gente del origen. Más poéticamente dicho, la del amanecer.
No todo quedó, empero, zanjado. Las mujeres nacidas durante esta nueva fundación corren, a ratos, una suerte intrigante. Cuando las muchachas se acercan al mar para colectar marisco en la orilla pedregosa, muchas terminan seducidas por criaturas marinas que en otra vida fueron varones plenos, ansiosas de reconectarse con su ser anterior. A eso se debe que la descendencia de estas parejas conformadas por un ente zoológico y una doncella ostente patronímicos de peces y alfaguaras, bien reflejado en ciertos “apellidos” mapuche. A ratos el cruce redunda en la aparición de híbridos exóticos. Los navegantes de las costas confusas del sud solían divisar, añade Rosales, sirenas cautivantes con niños en los brazos.
Así, de los peces, rocas y los supervivientes de la lucha titánica del mar con la tierra iracunda nació (definitivamente) Chile. La hecatombe geológica y marítima se encuentra escrita en la química de su gente. También la voluntad de sobreponerse y ese, su resistir-persistir.
Lo aprendimos de los mapuches.