Eduardo Téllez Lúgaro
Profesor de Estado en Historia, Geografía y Educación Cívica, Doctor en Historia. Investigador del Centro de Estudios históricos de la Universidad Bernardo O´Higgins.
Estaba allí, de pie, en lo que ahora comenzaba a ser (pero entonces no lo sabía) el vértice de un segundo triángulo ficticio. De rebote, le cayó el balón. Justo. A tiro para la pierna derecha. Sánchez no vaciló. Disparó una diagonal suave y sí, esta vez sí, llegó hasta la red más deseada.
Chile doblegaba al bélico combinado ecuatoriano, el país de la línea equinoccial. Contra todo lo conjeturado, trepaba al tercer lugar de la tabla en las clasificatorias y volvía a imaginarse entrando en Moscú.
Pero este episodio imborrable no puede entenderse sin narrar la trayectoria anterior de aquella pelota disputada. No hacerlo sería innoble. Hay otros héroes honrosos envueltos en esa jugada cumplida bajo la indiferencia de la luna llena.
Ocurre a los 85 ‘. En el extremo final de la banda izquierda ecuatoriana un hombre ejecuta un error. Resbala Murillo, la hurta Vidal, un creyente (esos que aún en medio del peor de los mundos posibles esperan algo de él), la triangula con Gutiérrez, rechaza el duro guardapalos, Máximo Banguera, y se rehace el triángulo irreal cuya cúspide es ahora Alexis. Su shot, esta vez infalible, cierra la figura geométrica. Se acabó (o casi). Ecuador, la selección del meridiano cero, no se desmorona y contragolpea, mas todo está sellado con lacre.
¿Qué ley, o leyes, de la física trucha de Murphy quedaron incumplidas en esta noche de luna entera? (Hablo del Murphy ilusorio de los cibernautas, no del ingeniero Edward Murphy ni de su aforismo)
Creo, para empezar, que la tercera (cito de la versión liberal editada en campus.usal.es :
“Si algo no puede fallar, lo hará a pese a todo”
Comentario: la historia de Chile atestigua cuántas-muchas-veces se cumplió esta legislación perversa: el arco solo, la pelota en posesión plena del centro-delantero, el gol infalible. Misteriosamente la bola, a dos metros del arco, se elevaba para perderse en la tarde melancólica. ¿No le pasó al Mago, un experto, en ese cabezazo anómalo a los 49 minutos de partido, empezando el segundo tiempo: un gol cantado?
También, presumo, que la quinta:
“Por sí mismas, las cosas tienden a ir de mal en peor”.
Comentario: Después del gol inmerecido de Gerson Ibarra, el mozo afortunado, dos tercios de la República esperaban, con triste fe laica, el segundo tanto de Ecuador. Cuando marcó Sánchez había gente yéndose del estadio, a sobrellevar –la imagen le pertenece al relator Claudio Palma– el insomnio doméstico, la otra penalidad del hincha vencido. Empero, es equitativo agregar que, asombrosamente, una parte del público gritaba, contra toda evidencia científica, ¡sí se puede, sí se puede!
El cielo los atendió. Después de todo, el digesto del señor Murphy (el apócrifo) incluye tres preceptos oscuros que introducen incertidumbre al interior de su propia lógica taciturna:
Cuarta: “Si se aprecia que existen cuatro posibles maneras de que algo pueda fallar, y se soslayan, en seguida se desarrollará una quinta para la que no se está preparado”.
Sexta: “Si algo parece que va bien, es obvio que se ha pasado algo por alto”.
Séptima: “La Naturaleza está del lado del fallo oculto”.
Comentario:
- La quinta posible manera, está vez, fue ese derechazo definitivo de Alexis, que muy pocos esperaban (el corazón mohicano de Vidal sí).
- Algo se pasó por alto y la trama fatídica se transfiguró en virtuosa.
- El fallo escondido de la naturaleza, tal vez, fue concedernos que ese imprevisto segundo gol fuera convertido. Con otras palabras, la pelota entró.
Lección para incrédulos: No cabe ser exageradamente escépticos. Al cabo, ni el propio Murphy estima concebible una existencia en que, por una vez, las cosas no salgan bien.
Naturalmente, la gente en las graderías del Monumental no pensaba en esta clase de cuestiones. Celebraba y danzaba. Un acto primitivo que comenzó con otros primitivos ya idos, los de la primera edad humana, dos o tres millones de años atrás, en el África del este. Sencillamente celebraba.
Como en la vieja canción de los partisanos rusos el estadio “era un bosque de banderas”. No rojas. Plenamente tricolores. En medio del bosque la escuadra nacional se dejaba aclamar, ajena al hecho de haber forzado el incumplimiento (ocasional, no sea usted excesivamente optimista) del código funesto.
Viene ahora Brasil y cabe entre las probabilidades, dadas las condiciones del momento, que debamos afrontar los rigores del Teorema de Ginsgberg. Pero de eso hablaremos otro día. Lo prometo.
Mientras, celebremos.