Como sabemos, en esta época de navidad es tradicional que se hagan regalos a las personas cercanas; incluso, se ha popularizado el llamado “juego del amigo secreto” en grupos de amistades, equipos de trabajo y hasta en las familias. A su vez, algunas empresas entregan aguinaldos consistentes en bonos monetarios, canastas navideñas y, en el último tiempo, las llamadas tarjetas de regalo o gift card. Además, como vivimos en un sistema económico capitalista, la publicidad nos motiva a que compremos diversos objetos para hacer el regalo perfecto. Así las cosas, basta salir a dar una vuelta a un centro comercial y observamos una especie de estrés colectivo por comprar y consumir, como si el mundo se fuera a acabar.
El regalo es una institución social que siempre ha existido en nuestra civilización, pero se ha expresado de diversas formas en cada contexto histórico. Varios estudios antropológicos han demostrado que el intercambio de objetos forma parte de nuestra forma de vivir en el mundo, ya sea para demostrar afecto o como un mecanismo de reciprocidad en las relaciones sociales. Actualmente, en nuestra cultura chilena, el gesto de hacer un regalo, además de lo anterior, es una forma de expresar el nivel económico de una persona o una familia: tener dinero, comprar o regalar cosas caras es visto como un logro, la gente se siente bien y el resto así lo hace sentir.
Pero, el consumo es un práctica que se vive con cierta ambivalencia en nuestra cultura contemporánea. Es innegable que el poder adquisitivo otorga prestigio, estatus y – quizás, lo más decisivo en nuestro contexto socioeconómico- acceso a una serie de bienes y servicios que se deben pagar. Dado que en nuestro país se ha optado por privatizar elementos básicos como la educación, la salud, la vivienda o el transporte, las personas que tienen más dinero pueden pagar por estos servicios. Pero, al mismo tiempo, el consumo es visto como algo superficial e irracional, que pervertiría el verdadero sentido de la vida, el esfuerzo o, en este tiempo, de la navidad. Según Carlos Peña (en su último libro llamado justamente “Lo que el dinero sí puede comprar”), esta contradicción de deseo y rechazo que genera el dinero y el consumo sería característica de sociedades que han tenido rápidos procesos que él llama de modernización, es decir, de privatización o implantación de un sistema económico capitalista neoliberal. El consumo otorga cierta satisfacción material, pero, al mismo tiempo, una sensación de vacío interior, como si nunca pudiéramos comprar “aquello” que realmente nos va a “llenar”. Esto no sería algo exclusivo de la sociedad chilena, sino que sería propio del individualismo y la pérdida de los lazos afectivos que implica el paso de la comunidad tradicional a una sociedad moderna.
Los indicadores así lo grafican, hoy en día existe amplio acceso al crédito, las tiendas comerciales y los llamados Mall se han instalado hasta en los pueblos más remotos del país; incluso, se ha dicho que la gente ya no va a pasear a la plaza o al parque, sino que va a un Mall, con el respectivo consumo que eso implica. Hace solo treinta años atrás el escenario era muy distinto, había cinco millones de pobres, lo que representaba aproximadamente al 70% de la población. Hoy, la pobreza es menor al 10% y, según datos del Banco Mundial, el PIB per cápita oscila en torno a los U$15 mil, se estima que en el año 2022, Chile será el país más rico de América Latina, con un PIB per cápita por sobre los U$30 mil.
Sin embargo, lamentablemente, esta aparente abundancia económica no ha sido igual para toda la población que habita en nuestro territorio. Por ejemplo, la desigualdad, la exclusión o la discriminación son problemas sociales que aún persisten y cada día tienen nuevos rostros. Resulta, pues, una paradoja de la modernidad chilena que hagamos regalos caros y tengamos acceso al crédito, mientras seguimos replicando prejuicios y jerarquías sociales. Es evidente que una sociedad verdaderamente moderna debe garantizar igualdad de oportunidades para todas las personas, incluso para quienes tienen menos.
Por Iskra Pavez Soto
Investigadora EPOCAL
Universidad Bernardo O’Higgins