Un estudio reciente de la Pontificia Universidad Católica titulado “Migrantes latinoamericanos en Chile” (2016), muestra categóricamente que la realidad migratoria en Chile ha cambiado en las últimas dos décadas.
Números oficiales del departamento de Extranjería y Migración, señalan que desde 1996 la población migrante se ha duplicado en su relación con el total de la población chilena y que este crecimiento será progresivo en los años venideros.
Tal investigación, además, sostiene que los inmigrantes que tienen mayor presencia en Chile son en orden porcentual; peruanos (47,8%), argentinos (26%) colombianos (20,3%), haitianos (7,9%), dominicanos (5,7%), ecuatorianos (4,5%), venezolanos (4,3%), bolivianos (3,3%) y otros (1,9%). Estas cifras, sin duda, son indicativas de un escenario sociocultural que ha complejizado las relaciones interculturales y convertirán a Chile en un país cosmopolita.
A pesar de que históricamente nuestro país ha sido un lugar predilecto para varias corrientes migratorias (chinos, italianos, alemanes, españoles, palestinos, croatas, entre otros), la magnitud de la presencia actual de extranjeros residentes no tiene precedente alguno. Con todo y considerando que las relaciones interculturales son conflictivas en sí mismas, nos preguntamos ¿Cuán integrados están los extranjeros en la sociedad chilena? ¿Cómo deberemos habituarnos a convivir en un contexto intercultural, atendiendo a la necesidad de superar ciertos nacionalismos, estereotipos y clasificaciones arbitrarias que generalizan a partir de hechos puntuales? Estas preguntas, que para cualquier lector enterado no constituyen novedad, se tornan gravitantes en función de una convivencia plural y democrática, en el contexto latinoamericano.
Si asumimos el sentido último de la noción de interculturalidad, podemos sostener que las prácticas que impone esta definición son coherentes con el complejo escenario sociológico que debiera asumir la sociedad chilena en su conjunto. Esto es; entender la interculturalidad como un proceso permanente de relación, comunicación y aprendizaje entre personas, grupos, conocimientos, valores y tradiciones distintas, orientada a generar, construir y propiciar un respeto mutuo y a un desarrollo pleno de las capacidades de los individuos, por encima de sus diferencias culturales y sociales.
Asimismo, la interculturalidad intenta romper con la historia hegemónica de una cultura dominante y otras subordinadas y, de esa manera, reforzar las identidades tradicionalmente excluidas para construir en la vida cotidiana una convivencia de respeto y de legitimidad entre todos los grupos de la sociedad.
En Chile aún falta por avanzar más trascendiendo las buenas intenciones de las políticas públicas y migratorias, si queremos practicar y promover lo que sería verdaderamente una convivencia intercultural.
Esta convivencia, con los marcos señalados anteriormente, impone gestos y actitudes hacia la diferencia cultural desmarcada de percepciones indolentes, ultranacionalistas o derechamente xenófobas. En este sentido, sabemos relativamente poco acerca de los inmigrantes, más allá de los estereotipos generalizados, por lo que aún nos es complicado interactuar en igualdad de condiciones con los extranjeros residentes y, sobre todo, no visibilizamos las capacidades y el aporte eventual que podrían ser al desarrollo del país.
El mismo estudio, antes citado, confirma que la mayor parte de los extranjeros llegados en la última década constituyen un capital humano competente, dispuestos a promover y ser parte del desarrollo económico del país en distintas áreas profesionales. A contrapelo, una opinión común en el imaginario nacional ha sido signar a los extranjeros como un peligro, traduciendo su presencia en una competencia desleal al chileno.
No obstante, su incorporación profesional permitirá nivelar la desigualdad que existe hoy en la entrega de servicios a la comunidad, por ejemplo, en el área de la salud. Qué decir de las competencias técnicas que muchos extranjeros podrían aportar si fuesen incorporados a empleos regulares, sin diferencias con los connacionales.
Aún más, todos aquellos que cuentan con documentación regularizada contribuyen con un porcentaje de su sueldo al sistema de previsión social y de salud, en el contexto nacional de una tasa de dependencia alta por parte de la población económicamente no activa que se sostiene de la activa, a sabiendas que esta última ha decrecido por las consecuencias lógicas de nuestro comportamiento demográfico desde los años noventa.
Otro elemento que el estudio citado aportó, es la capacidad de muchos inmigrantes de adaptarse a la diversa cultura nacional; aprendiendo los modismos chilenos conociendo de cerca ciertas tradiciones e incorporándose al ethos de barrio de cada lugar del país. En este sentido, diversifican y enriquecen la posibilidad de otorgar a las nuevas generaciones un panorama social diverso y rico, ya no desde una perspectiva estrictamente nacional, sino desde una mirada latinoamericana, de la que Chile es parte.
Sin lugar a dudas, la progresiva convivencia intercultural y el interés por conocer toda forma de alteridad terminará legitimando el sentido de la presencia de aquellos en Chile, más allá de las diferencias y las miradas desconfiadas.
Germán Morong Reyes
Centro de Estudios Históricos
Universidad Bernardo O’Higgins