Bajo la claridad solar de Adís Abeba, el 28 de julio de 2015, a un tris de abandonar la presidencia de los Estados Unidos, ante los dirigentes y personalidades de la Unión Africana de cuerpo presente, pronunció Barak Obama una disertación cargada de sarcasmo y crítica política al malsano hábito de los primeros mandatarios de ese continente de recurrir a la reelección indefinida.
“El avance democrático de África -aseveró- está en riesgo cuando los dirigentes se niegan a dejar el poder al término de su mandato”; y a reglón seguido, sin inquietar por quedar de vanidoso, ilustró a la escogida audiencia congregada en la ciudad capital de Etiopía, con su propio dilema: “Estoy en mi segundo mandato. No puedo figurarme un honor más grande o un trabajo más atrayente. Amo mi trabajo. Empero, bajo nuestra constitución, no puedo postularme de nuevo. De hecho, pienso que soy un muy buen presidente; creo que si me postulara podría triunfar. Pero no puedo. Hay mucho que quisiera hacer para conservar a Estado Unidos en movimiento, más la ley es la ley y ninguna persona está encima de la ley. Ni siquiera el Presidente”.
Las consecuencias de violar ese principio sacrosanto de una democracia verdadera, estaban trágicamente a la vista. “Cuando un líder trata de modificar las reglas en el medio del juego únicamente para quedarse en el puesto, se expone a inestabilidad y conflictos, como vimos en Burundi. Y esto es únicamente un primer paso en un camino peligroso”.
Evocaba el mandatario estadounidense el ejemplo desdoroso de Pierre Nkurunziza, presidente de la república de Burundi, quien, pasando por sobre la constitución nacional que le vedada presentarse a una tercera reelección, consiguió de su tribunal constitucional, por cierto enteramente adicto a el mismo, la autorización habilitante y ganó esa elección amañada. No retrocedió Nkurunziza un jeme ante las encendidas protestas de la oposición política y la sangrienta secuela de muertes desatadas por su dolosa tentativa. Mucho menos ante la honda fisura que iba a trazar en el cuerpo social burundés. Como Franco, Nkurunziza solo quiere durar.
Obama pudo haberse referido a otros numerosos experimentos de “autocracia electorera” en suelo africano, si bien no era necesario. Cualquiera de los asistentes habrá pensado, para su capote, en los déspotas que conocía. En Afewerki (Eritrea), Nguema (África Ecuatorial), Museveni (Uganda), Déby (Chad) o Robert Mugabe (Zimbabwe). Entre muchos. Hablar de Nkurunziza era hablar de todos.
Si tal era el paisaje político africano hace dos o tres años, y prosigue siéndolo, intriga preguntarse acerca de cómo andamos comparativamente por casa. Y a la verdad, no hay demasiada distancia. Maduro, extensión sectaria de Chávez, que lo designó a dedo, ganó ilegítimamente una segunda elección sin garantías, predestinada a mantenerlo en el gobierno aeternitatis… o hasta que dejen de asistirlo sus fuerzas armadas, trocadas en guardia pretoriana.
Morales, convertido en otro Nkurunziza, desconoce el referendo popular que la negó la posibilidad de reelegirse por cuarta vez, driblea la constitución, se atiene al fallo de su dócil tribunal constitucional y prepara un cuarto mandato mesiánico. Daniel Ortega, ensaya duplicarse a sí mismo, después de estar más tiempo que Anastasio Somoza a la testa de Nicaragua, promoviendo la candidatura de su consorte, Rosario Murillo.
Sigue en esto el gran paradigma argentino: Néstor Kirchner, nigromante de masas, habilitó a su esposa, Cristina Fernández, el ascenso a la presidencia rioplatense, en la cual se sostuvo dos periodos consecutivos, con nuevas ínfulas de retornar a la primera magistratura, desvanecidas luego de su apenas mediano desempeño en la última senatorial argentina.
Rafael Correa tuvo tres mandatos sucesivos en Ecuador, y si al final, con buen sentido, desistió de presentarse para un cuarto periodo, impuso una reforma constitucional que permitía a cualquier caudillo afanoso la reelección indefinida. José Manuel Zelaya precipitó la crisis institucional en Honduras al tratar de imponer, contra el pronunciamiento y la condena de los poderes constituidos, una consulta pro-constituyente, de cuño chavista, detrás de la cual ocultaba, sin dudas, la aspiración de reformular la carta magna del país y facilitarse la reelección consecutiva.
Otro hondureño con humos, el ahora presidente Juan Orlando Álvarez, acaba de asegurarse un segundo periodo de gobierno mediante una resistida elección, que dejó un reguero de muertos y muchas objeciones provenientes de la ONU, OEA, expertos electorales y veedores internacionales acerca de su transparencia.
Extrañamente, todo este profuso elenco de cabecillas y dirigentes anhelosos vincula la aspiración suya de eternizarse con las necesidades y hasta la sobrevivencia de la nación. Asumen que sin ellos –o ellas- esta última quedará reducida a la orfandad.
Sobre este ángulo de la cuestión, un pasaje fugaz de la notable alocución desplegada por Barak Obama en Adís Abeba, trae un alcance irrebatible. Todo gobernante que vincula su permanencia en el cargo con el mantenimiento o la salvación de la nación –señaló- ha faltado a su cometido. Si eso fuera cierto, el líder ha fracasado evidentemente en la construcción de la nación colocada bajo su égida.
Y eso es verdad, tanto en el África lejana como aquí, en la similar vastedad hispanoamericana.
Eduardo Téllez Lúgaro
Académico e investigador del Centro de Estudios Históricos (CEH)
Universidad Bernardo O´Higgins